Los campesinos del norte de China saben que el yoga no es solo para los habitantes de las grandes ciudades. Lu Wenzhen, de 52 años, contribuye a popularizar este ejercicio en Yugouliang, una aldea pobre en la provincia de Hebei. Desde que Lu llegó en 2016 a este pueblo situado a 300 kilómetros al noroeste de Beijing, cada vez más vecinos asisten a sus sesiones diarias de esta disciplina originaria en India.
El Gobierno envió a Lu, que había sido profesor de música durante dos décadas en una universidad en Shijiazhuang (la capital de Hebei), a Yugouliang para ayudar a los vecinos del pueblo a salir de la pobreza. Al principio se desanimó. “El lugar tiene pocos recursos naturales y sufre de escasez de agua. Esto ahuyenta cualquier posible inversión”, cuenta el maestro.
La vida de los campesinos gira en torno a los ciclos de cultivo, principalmente el de patata y el de avena, y al cuidado del ganado. La mayoría de jóvenes se ha ido a las ciudades en busca de mejores empleos.
Los aldeanos pasan la mayor parte de su tiempo libre sentados con las piernas cruzadas sobre camas de ladrillo llamadas kang mientras conversan. “No importa la edad que tengan, pueden estar así mucho tiempo. Esa manera de sentarse me recordó a posturas de yoga”, cuenta Lu.
Al profesor se le ocurrió la idea de enseñar yoga a los aldeanos como una manera de prevenir y mejorar su salud. Muchas familias se habían empobrecido al gastar sus escasos ahorros en atención médica.
Le llevó un tiempo ponerlo en marcha. Tuvo que aprender esta disciplina con tutoriales en Internet. “Los hábitos diarios de sentarse con las piernas cruzadas hacen que sus cu erpos sean relativamente flexibles. Tienen ventajas naturales para la práctica de yoga”, asegura Lu.
Si fortalecen el cuerpo, podrán trabajar más duro, ahorrar en visitas al médico y poco a poco salir de la pobreza. Pero animar a los lugareños a probar este nuevo ejercicio no fue tarea fácil. Muchos se preguntaban qué era el yoga y por qué tendrían que practicarlo. Pensaban que era algo más para los ciudadanos de las grandes urbes más que para pobres aldeanos. De hecho, en la primera clase que dirigió Lu, solo se presentó media docena de mujeres. “Sentí que aliviaría mis dolores de espalda”, cuenta Liu Ying, de 75 años, una de las más confiadas del grupo.
Una comunidad más fuerte
Rápidamente se corrió la voz en este pequeño pueblo de 100 habitantes, formado fundamentalmente por mayores y niños. “He conseguido que varios lugareños, de entre 57 y 82 años, hagan yoga al menos una hora al día”, cuenta Lu. Unas 60 personas asisten a sus clases a diario.
El yoga que dirige es diferente de los estilos tradicionales. Para hacer el ejercicio más fácil y práctico, les enseña movimientos que imitan su vida cotidiana, como labrar el campo o manejar un fuelle.
Como la popularidad de este entrenamiento crece, Lu piensa crear una comunidad de ancianos inspirada en el yoga. “Se trata de practicarlo juntos y compartir productos del campo y que haya un buen ambiente”, explica Lu, consciente de que este ejercicio puede aumentar los ingresos de la aldea.